A pesar de la persecución contra los santos, se levantaban por doquiera vivos testigos de la verdad de Dios. Los ángeles del Señor efectuaban la obra que se les había confiado. Por los más obscuros lugares buscaban y elegían, sacándolos de las tinieblas, a los varones de corazón sincero que estaban sumidos en el error, y que, sin embargo, como Saulo, eran llamados por Dios para ser escogidos mensajeros de su verdad, y para que levantaran la voz contra los pecados de los que decían ser su pueblo. Los ángeles de Dios movieron el corazón de Martín Lutero, Melancton y otros en diversos lugares, despertándoles la sed del viviente testimonio de la Palabra de Dios. El enemigo había irrumpido como una inundación y era preciso levantar bandera contra él. Lutero fué escogido para arrostrar la tormenta, hacer frente a las iras de una iglesia caída y fortalecer a los pocos que permanecían fieles a su santa profesión. Era hombre que siempre temía ofender a Dios. Había hecho lo posible por obtener el favor divino mediante las obras, pero no quedó satisfecho hasta que un resplandor de la luz del cielo disipó las tinieblas de su mente y le indujo a confiar, no en las obras, sino en los méritos de la sangre de Cristo. Entonces pudo dirigirse personalmente a Dios, por el único medio de Jesucristo y no por intermedio de papas y confesores.
¡Oh, cuán valiosa fué para Lutero esta nueva y refulgente luz que había alboreado en su entenebrecido entendimiento, y disipado su superstición! La estimaba en más que todos los tesoros del mundo. La Palabra de Dios era nueva para él. Todo lo veía cambiado. El libro que había temido por no poder hallar belleza en él, era ahora para él la vida eterna, su gozo, su consuelo y su bendito instructor. Nada podría inducirle a desistir de su estudio. Había temido la muerte; pero al leer la Palabra de Dios, se desvanecieron todos sus terrores, admiró el carácter de Dios y le amó. Escudriñó por sí mismo la Biblia y se regocijó en los preciosos tesoros en ella contenidos. Después la escudriñó para la iglesia. Le indignaban los pecados de aquellos en quienes había confiado para salvarse, y al ver a muchos otros envueltos en las mismas tinieblas que a él le habían ofuscado, buscó anhelosamente la ocasión de mostrarles al Cordero de Dios, el único que quita el pecado del mundo.
Alzando su voz contra los errores y pecados de la iglesia papal, procuró ardientemente quebrantar la cadena de tinieblas que ataba a millares de personas y las movía a confiar en las obras para obtener salvación. Anhelaba poder presentar a su entendimiento las verdaderas riquezas de la gracia de Dios y la excelencia de la salvación obtenida por medio de Jesucristo. Con el poder del Espíritu Santo clamó contra los pecados de los dirigentes de la iglesia y no desmayó su valor al tropezar con la borrascosa oposición de los sacerdotes, porque confiaba firmemente en el fuerte brazo de Dios y esperaba, lleno de fe, que él le diera la victoria. Al estrechar más y más la batalla, recrudecía la cólera del clero romano contra él. Los clérigos no querían reformarse. Preferían que los dejasen en sus comodidades, en sus livianos y libertinos placeres, en su perversidad. También deseaban mantener a la iglesia en tinieblas.
Vi que Lutero era vehemente, celoso, intrépido y resuelto en la reprobación de los pecados y la defensa de la verdad. No le importaban los demonios ni los malvados, pues sabía que estaba asistido por quien puede más que todos ellos. Era valiente, celoso y osado, y hasta a veces arriesgaba llegar al exceso; pero Dios levantó a Melancton, cuyo carácter era diametralmente opuesto al de Lutero, para que ayudase a éste en la obra de la Reforma. Melancton era tímido, temeroso, precavido y pacientísimo. Dios le amaba grandemente. Conocía muy bien las Escrituras y tenía excelente perspicacia y criterio.
Su amor a la causa de Dios igualaba al de Lutero. El Señor unió los corazones de estos dos hombres, y fueron amigos inseparables. Lutero ayudaba poderosamente a Melancton cuando éste temía y era tardo en sus pasos, y Melancton le servía de mucho a Lutero cuando éste intentaba precipitar los suyos. Las previsoras precauciones de Melancton evitaron muchas dificultades con que hubiese tropezado la causa si la obra hubiera estado en las solas manos de Lutero, mientras que otras veces la obra no hubiera prosperado si tan sólo la hubiese dirigido Melancton. Me fué mostrada la sabiduría de Dios al escoger estos dos hombres para llevar a cabo la obra de reforma.
Fuí luego transportada a los días de los apóstoles y vi que Dios escogió como compañeros un Pedro ardiente y celoso y un Juan benigno y paciente. A veces Pedro era impetuoso, y a menudo cuando tal era el caso, el discípulo amado le refrenaba. Sin embargo esto no lo reformaba. Pero después que hubo negado a su Señor, se hubo arrepentido y luego convertido, todo lo que necesitaba para frenar su ardor y celo era una palabra de cautela de parte de Juan. Con frecuencia la causa de Cristo habría sufrido si hubiese sido confiada a Juan solamente. El celo de Pedro era necesario. Su audacia y energía los libraba a menudo de las dificultades y acallaba a sus enemigos. Juan sabía conquistar. Ganó a muchos para la causa de Cristo con su paciente tolerancia y profunda devoción.
Dios suscitó hombres que clamasen contra los pecados existentes en la iglesia papal y llevasen adelante la Reforma. Satanás procuró destruir a estos testigos vivos; pero el Señor puso un cerco alrededor de ellos. Para gloria de su nombre, se permitió que algunos sellasen con su sangre el testimonio que habían dado; pero había otros hombres poderosos, como Lutero y Melancton, que podían glorificar mejor a Dios viviendo, y exponiendo los pecados de sacerdotes, papas y reyes. Estos temblaban a la voz de Lutero y de sus colaboradores. Mediante estos hombres escogidos, los rayos de luz comenzaron a dispersar las tinieblas, y muchísimos recibieron gozosamente la luz y anduvieron en ella. Y cuando un testigo era muerto, dos o más eran suscitados para reemplazarlo. Pero Satanás no estaba satisfecho. Sólo podía ejercer poder sobre el cuerpo. No podía obligar a los creyentes a renunciar a su fe y esperanza. Y aun en la muerte triunfaban con una brillante esperanza de la inmortalidad que obtendrían en la resurrección de los justos. Tenían algo más que energía mortal. No se atrevían a dormir un momento, sino que conservaban la armadura cristiana ceñida en derredor suyo, preparados para un conflicto, no simplemente con los enemigos espirituales, sino con Satanás en forma de hombres cuyo grito constante era: “¡Renunciad a vuestra fe, o morid!” Estos pocos cristianos eran fuertes en Dios, y más preciosos a sus ojos que medio mundo que llevase el nombre de Cristo, y fuesen cobardes en su causa. Mientras la iglesia era perseguida, sus miembros eran unidos y se amaban; eran fuertes en Dios. A los pecadores no se les permitía unirse con la iglesia. Únicamente aquellos que estaban dispuestos a abandonarlo todo por Cristo podían ser sus discípulos. Estos se deleitaban en ser pobres, humildes y semejantes a Cristo.