Dios envió a su ángel para que moviese el corazón de un agricultor que antes no creía en la Biblia, y lo indujese a escudriñar las profecías. Los ángeles de Dios visitaron repetidamente a aquel varón escogido, y guiaron su entendimiento para que comprendiese las profecías que siempre habían estado veladas al pueblo de Dios. Se le dió el primer eslabón de la cadena de verdades y se le indujo a buscar uno tras otro los demás eslabones hasta que se maravilló de la Palabra de Dios, viendo en ella una perfecta cadena de verdades. Aquella Palabra que había considerado no inspirada, se desplegaba ahora esplendente y hermosa ante su vista. Echó de ver que unos pasajes de la Escritura son explicación de otros, y cuando no entendía uno de ellos lo encontraba esclarecido por otro. Miraba la sagrada Palabra de Dios con gozo, a la par que con profundísimo respeto y reverencia.
Según fué prosiguiendo en el escrutinio de las profecías, convencióse de que los habitantes de la tierra estaban viviendo sin saberlo en los últimos tiempos de la historia del mundo. Vió que las iglesias estaban relajadas, que habían desviado su afecto de Jesús para ponerlo en el mundo; que procuraban honores mundanos en vez del honor que proviene de lo alto; que codiciaban riquezas terrenales en vez de allegar tesoros en el cielo. Vió por doquiera hipocresía, tinieblas y muerte. Su ánimo estaba desgarrado en sí mismo. Dios le llamaba para que abandonara su granja, como había llamado a Eliseo para que dejara los bueyes y el campo de labranza y siguiese a Elías. Tembloroso empezó Guillermo Miller a declarar ante la gente los misterios del reino de Dios, conduciendo a sus oyentes por medio de las profecías al segundo advenimiento de Cristo. Se iba fortaleciendo con cada esfuerzo. Así como Juan el Bautista anunció el primer advenimiento de Jesús y preparó el camino para su venida, también Guillermo Miller y los que se le unieron proclamaron al mundo la inminencia del segundo advenimiento del Hijo de Dios.
Se me transportó a la era apostólica y se me mostró que Dios había confiado una obra especial a su amado discípulo Juan. Satanás quiso impedir esta obra e indujo a sus siervos a que matasen a Juan; pero Dios le libró milagrosamente por medio de su ángel. Todos cuantos presenciaron el gran poder de Dios en la liberación de Juan, quedaron atónitos, y muchos se convencieron de que Dios estaba con él, y que era verdadero el testimonio que daba de Jesús. Quienes trataban de matarlo temieron atentar de nuevo contra su vida, y le fué permitido seguir sufriendo por Jesús. Finalmente sus enemigos le acusaron calumniosamente y fué desterrado a una isla solitaria, donde el Señor envió a su ángel para revelarle eventos que iban a suceder en la tierra y la condición de la iglesia hasta el tiempo del fin,—sus apostasías y la posición que ocuparía si agradaba a Dios y obtenía la victoria final.
El ángel del cielo llegóse majestuosamente a Juan, reflejando en su semblante la excelsa gloria de Dios. Reveló a Juan escenas de profundo y conmovedor interés en la historia de la iglesia de Dios, y le presentó los conflictos peligrosos que habrían de sufrir los discípulos de Cristo. Juan los vió atravesando durísimas pruebas en que se fortalecían y purificaban para triunfar por fin victoriosa y gloriosamente salvados en el reino de Dios. El aspecto del ángel rebosaba de gozo y refulgía extremadamente mientras mostraba a Juan el triunfo final de la iglesia de Dios. Al contemplar el apóstol la liberación final de la iglesia, quedó arrobado por la magnificencia del espectáculo, y con profunda reverencia y pavor postróse a los pies del ángel para adorarle. El mensajero celestial lo alzó instantáneamente del suelo y suavemente le reconvino diciendo: “Mira, no lo hagas; yo soy consiervo tuyo, y de tus hermanos que retienen el testimonio de Jesús. Adora a Dios; porque el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía.” Después el ángel le mostró a Juan la ciudad celestial en todo su esplendor y refulgente gloria; y él, absorto y abrumado, olvidándose de la anterior reconvención del ángel, postróse de nuevo a sus pies para adorarle. También esta vez le reconvino el ángel, diciéndole: “Mira, no lo hagas; porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios.”
Los predicadores y el pueblo solían considerar misterioso el libro del Apocalipsis y de menor importancia que otras partes de las Escrituras Sagradas. Pero yo vi que este libro es verdaderamente una revelación dada en beneficio especial de quienes viviesen en los últimos días, para inducirlos a discernir su verdadera posición y su deber. Dios dirigió la mente de Guillermo Miller hacia las profecías y le dió gran luz sobre el Apocalipsis.
Si la gente hubiese entendido las visiones de Daniel habría comprendido mejor las de Juan. Pero a su debido tiempo, Dios obró en su siervo elegido, y él, con claridad y el poder del Espíritu Santo, explicó las profecías demostrando la concordancia entre las visiones de Daniel y las de Juan, así como con otros pasajes de la Biblia, e inculcó en el ánimo de la gente las sagradas y temibles amonestaciones de la Escritura a prepararse para el advenimiento del Hijo del hombre. Quienes le oyeron quedaron profundamente convencidos, y clero y pueblo, pecadores e incrédulos, se volvieron hacia el Señor y buscaron la preparación para estar en pie en el juicio.
Los ángeles de Dios acompañaron a Guillermo Miller en su misión. Firme e intrépido, proclamaba el mensaje que se le había confiado. Un mundo sumido en la maldad y una iglesia fría y mundana eran bastante para llamar a la acción todas sus energías y moverlo a sufrir voluntariamente toda clase de penalidades y privaciones. Aunque combatido por los que se llamaban cristianos y por el mundo, y abofeteado por Satanás y sus ángeles, no cesaba Miller de predicar el Evangelio eterno a las multitudes siempre que se le deparara ocasión, pregonando cerca y lejos: “Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado.”